miércoles, 30 de octubre de 2013

En el aprisco

Era un olor fuerte, áspero; a veces me cortaba la respiración. No puedo decir que fuera apestoso. Quizá por la costumbre. La calle Platerías estaba llena de apriscos. Al final de la calle Mayor, en el límite del pueblo, la gran casa labriega, tal y como la veían aquellos ojos saltones de niña flaca de corta edad. Un corral con suelo de barro y cantos y un corredor de madera. Mi padre trabajó allí de pastor durante algunos años hasta que 'el amo' vendió el rebaño.

Había tal cantidad de ovejas en el pueblo que eran parte inseparable de nuestras vidas. Como lo eran el queso, los vellones de lana tendidos en el suelo del revés, tan suaves y esponjosos al tacto, y los corderos recién nacidos. Aún puedo oír los berridos de los pequeños animales detrás de sus madres. Y veo a mi padre recogiendo a los despistados y apartando a las ovejas paridas para que cumplieran la sagrada misión.



También tuvimos algunas chivas negras que ordeñaba mi padre. Bebíamos su leche rebajada con agua. Aquello sí que era un sabor fuerte. Pero mucho mejor que el Calcio 20, que nunca me gustó. No podía ni ver la botella blanca y menos aún los huevos batidos con quina Santa Catalina. ¡Qué asco!

La cabra formaba parte del universo real e imaginario de la infancia. Mi padre nos leía el cuento de los siete cabritillos, a los que el lobo consiguió engañar después de aclararse la voz con claras de huevos y untarse la pata en un saco de harina.

Fue tiempo después, en otro pueblo, cuando aprendí a mullir el aprisco. No sé si íbamos siempre juntos o si yo le obligaba a venir conmigo, pero me recuerdo acompañada de mi hermano, el mayor de los chicos, aunque de menos edad que yo. El estiércol de las ovejas formaba una alfombra blanda y más oscura cuanta más necesaria se hacía ya la paja. El olor era intenso, asfixiante, algo de gas metano debía expulsar el estiércol, y sin llegar a sentirlo repugnante del todo, ya digo, por la costumbre, nos apretábamos la nariz con los dedos para atravesar la cuadra.

Mullir el aprisco era un trabajo menor, pero muy importante para el bienestar de las ovejas y del pastor que, después de traerlas del campo, tenía que pisar el terreno varias horas mientras ordeñaba a mano a las borregas. Rítmico. Un trabajo laborioso y preciso ese de sacar el zumo blanco de la ubre. Mi padre tenía el dedo pulgar derecho deformado por la faena tantas veces repetida, tantos años.

Para descargarse un poco y porque era lo normal en su tiempo, quizá ya no tanto en el nuestro, nos encomendaba la tarea una o dos veces por semana, no recuerdo si sólo en verano o durante todo el año. En todo caso nunca pasé frío allí. Nos subíamos al granero que estaba encima de la cuadra y arrastrábamos la paja, con un rastrillo y a veces también con los pies, hasta un agujero rectangular justo en mitad del aprisco. La veíamos caer como una lluvia dorada. Y nos tapábamos la boca para no comernos el polvo que se levantaba.

Desde arriba veíamos la montaña dorada. Y, ¡zas! nos tirábamos encima por el bocarón. A estas alturas, la paja ya había traspasado nuestras ropas y nos picaba el cuerpo por todas partes, así que no había problema en revolcarse un poco más y sentir el colchón despedazarse en miles de microláminas áureas y una nube de polvo. Luego había que extender la montonera por toda la cuadra y convertir el estiércol en oro. La mierda en una alfombra seca y brillante. El olor de las ovejas era reemplazado por un aroma a espiga seca y tiesa.

Eso era mullir el aprisco.

viernes, 18 de octubre de 2013

Buenas noticias

Primero me dieron la mala noticia. Y luego la buena: Se habían equivocado. Los errores a veces son afortunados. Pero la computadora se había vuelto loca y repetía y repetía el envío de la mala noticia a mi buzón. Llegué a sentir pánico cada vez que introducía mi clave en el proveedor del servicio para acceder al buzón. Eché de menos a la cartera de mi barrio. Al menos habría podido quejarme y ella me habría escuchado con su carrito amarillo y azul por testigo. Eché mano de un lazo rojo en el intento fallido de amordazar el correo electrónico. Los imaginé ardiendo en el fuego y los vi volar en las cenizas, como aquellas cartas de amor que un día me cansé de tener guardadas en un cofre de madera. Cerré la computadora y la cubrí con un paño bordado a crucetilla. Me olvidé de la mala noticia.

viernes, 4 de octubre de 2013

Josefa


Es Josefa, mi madre. Hoy cumple 80 años. Nacida el 4 de octubre de 1933 en San Miguel del Esla, barrio de Santa Colomba de las Carabias (Zamora), ella siempre dice: 'Ahora ya pertenezco a Villaornate' (León). Se enamoró de unos ojos azules que iban a cortejarla en bicicleta y allí se fue a vivir, ya casada, con el de los ojos azules, de nombre Asterio, y con 19 años.Tres hijas y tres hijos vivimos para quererla y acompañarla. Con sus tres nietos y cinco nietas. Y sus nueras y yernos. 

Una hija no sabemos si vive o no. "Murió", le dijo una monja en la Maternidad de León. Ella y mi padre lo aceptaron. Volvieron a casa sin la niña. Y otra niña, su hermana mayor, lloró por la ausencia de la niña pequeña sin conocerla. 
 
Los tres chicos en Vista Alegre, Armunia. 1975. Foto Julio Gaitero Canal

En la Era de Armunia. Año 2010. Foto: Julio Gaitero Canal.
Un largo silencio borró a la niña muerta de la memoria familiar, pero ahí sigue, en el Libro de Familia. Cuando hace pocos años mi madre empezó a ver desfilar por la tele y los periódicos los casos de bebés robados su corazón se inquietó. "Entonces, ¿aquella niña mía viviría?,  preguntó un día. Buscamos en los papeles y encontramos que la niña 'murió' dos veces: el 17 y el 20 de septiembre. Sospechamos. No aparece la partida de bautismo aunque las monjas aseguraron a mi madre que la niña fue bautizada de socorro. Desde entonces, buscamos a María de los Ángeles (16-09-1963).

Años antes, otros dos hijos, Miguel y Miguel Valeriano, fallecieron en sus brazos a los pocos meses de nacer. A uno le falló el corazón. Al otro, ¿quién sabe? Mi madre, viendo al niño enfermo, se echó a la carretera y paró a un camión para llegar hasta un médico. "Póngalo a mamar". Y el niño mamó. Luego se quedó dormido para siempre. La niña mayor gritó de pena al ver el cuerpecito inerte en la cuna. Los dos niños, los mayores entre los varones, también están en el Libro de Familia y la memoria familiar guarda sus pequeñas vidas enterradas en los camposantos deVega de Gordón y San Miguel del Camino.

Somos nómadas. Una vida dura que ella suavizaba con canciones y con colores. Sí, a veces huía hacia adelante. Sobrevivió. Y sobrevive aunque postrada y con las fuerzas muy menguadas. Me gusta verla en esta foto de azules y rosas. Celebro a quien me dio la vida. ¡Felicidades, madre!

martes, 1 de octubre de 2013

Dieciséis años puestos

Llovía. Caminábamos, tu brazo en mi espalda y el mío en la tuya. El agua resbalaba por nuestras caras. Nos hacía cosquillas. Y reíamos. Brillaban las baldosas de la plaza Mayor. Nos refugiamos en un bar. El Quijote. Entre las ropas mojadas y el humo, desde la tele, en blanco y negro, se abrió camino la voz de un hombre. I'm your man. Y unos coros femeninos. Potentes voces. Cálidas. Rubias. El café quemaba. Pudo ser otra. "If you want a partner. Take my hand". La canción. No sé si era esa u otra.Ahora no estoy segura. Pero era él. Leonard Cohen. Seguro. Su voz me cautivó. Mientras uno cantaba en la tele, el chico que hacía la mili en León me tomó con sus manos por la cintura y alzó mi cuerpo por encima de las tablas negras del suelo. Volé. 360º. Un giro redondo. Increíble. Una y otra vez. Take this waltz. Nos dejamos llevar por la música. Dance me to the end of love. Se secaron mis prendas y las tuyas. Te fuiste un día que no recuerdo. Pero la voz ronca y profunda de Cohen me caló hasta los huesos del alma. Y ahí sigue. Pegada a mí. Salvador era de Loja. Vivía en Hospitalet. Oh, I want you, I want you, I want you... 16 años puestos. ¿Qué falta nos hacía la ropa?