miércoles, 11 de diciembre de 2013

Silke 69



Pasaba a diario por delante de aquella casa. Un edificio de ladrillo rojo, apagado por la contaminación de los tubos de escape, con ventanas blancas, también ennegrecidas por el humo. Sus ojos se detenían  sobre el segundo piso del número 69. Si era de noche y había luz se imaginaba a la madre de Silke cocinando leche frita o hirviendo agua para hacer té. Si era de día y había alguien en el piso, estaría levantada la ventana del dormitorio. Se acordaba de Silke al final del verano y a comienzos del otoño porque celebraba su cumpleaños. O quizá ya no. Nada sabía de Silke. Un día cualquiera decidió parar su vehículo, lo estacionó y llamó a la puerta. No salió la anciana de pelo blanco que esperaba. Era ella, Silke. Con su pelo largo, castaño claro y sus ojos achinados. ¿Tú? Sí, yo. Fue el primer encuentro de un amor pospuesto.

martes, 10 de diciembre de 2013

Brujas y Brujas


Brujas


Un grupo de brujas extemporáneas se juntaron un día para compartir fórmulas que habían perdido su poder, miedos que se apoderaban de ellas, secretos que había que romper... Llegaron sobre sus escobas coloreando el cielo y reconstruyendo las nubes.

Se reunieron en un espacio virtual, pero real. La plaza de la Sororidad, de la ciudad de las Helvéticas. Iban ataviadas con vestidos de colores. Nada de gris y negro. Rompían el típico-tópico de la imagen de las brujas que nos llega desde la profundidad de los siglos. Alguna llevaba flores en el cabello y otras collares, pulseras, pendientes y anillos de ámbar, amatista o cuarzo rosa. Todas estas piedras, cuentan, tienen poderes especiales y son preciosas.

Una de las brujas, muy dotada para las bellas artes, se encargó de mezclar los colores inimaginados en una paleta invisible.

Se miraban unas a otras con fascinación. Y empezaron a preparar sus propias paletas. Extendieron las telas. Eran una caja de sorpresas. Reunidas en aquella plaza se atrevieron a preparar las pócimas que no eran capaces de crear en la soledad de su pequeño y umbrío laboratorio.

Después de pintar las nubes con aquellos colores nuevos, tejieron una carpa con sus viejos vestidos y bordaron en las telas palabras de liberación, de amor, de sosiego y de revolución. Palabras mágicas. Palabras poderosas. Palabras.

Al finalizar el arduo y placentero trabajo -también hubo algún sollozo, pues hasta las brujas lloran- decidieron soltar las riendas del paraguas protector y dejarlo a su libre albedrío. Echó a volar. En ese instante todas sintieron una punzada de dolor en medio de sus sororas y sonoras risas.


Y Brujas...







viernes, 6 de diciembre de 2013

Tía Eloina



Os convoco a todas: las ausentes y las presentes

Las abuelas que nunca vi, ni me tocaron

Yo no existía

¡Qué triste es no haber sentido el cariño de una abuela! (Quien no conoce abuela, no conoce cosa buena)

Sólo puedo imaginármela tendida en la cama, ausente de la vida,

por la vida robada de su hijo en la guerra.

Postrada, ebria de soledad, la otra, tirana. Látigo para mi madre, cuando aún no era mi madre.

No conocí abuelas, pero tuve y tengo muchas mujeres buenas, fértiles, sabias.

Mi sol y mi luna. Lucía.

Nací rodeada de mujeres, muchas adultas y dos niñas. Mis hermanas.

Después de mi primer grito, tía Eloína llegó enseguida, en el taxi... como hacía en cada parto. 

Crujían las tablas del puente de Villafer.


Se entornaba la puerta verde y entraba una mujer alta, buena moza.

Morena, de las del 'Moreno' de San Miguel.

Antes o después llegaba. Siempre venía.
 
A mover la casa y atender a mi madre, a su hermana, y a las criaturas.

Y siguió viniendo a casa cada verano, con su ristra de refranes en la boca.

Y su pequeño mundo guardado en una maleta

¡Qué gran corazón! Fue la abuela de veintitantos sobrinos y sobrinas. No lloró por su destino.

Ama de cría, lavandera, vendimiadora, agricultora. Trabajó duro, muy duro.

Su cabeza siempre le daba vueltas y tenía miedo a caerse

Un día de invierno, febrero de 1973, resbaló en la nieve y se quedó tendida en la acera

Y la chica se fue corriendo, riendo…

Tía Eloína se levantó sola.

¡La cuna que te meneó!, nos gritaba cuando intentaba enfadarse. Nos reíamos.

La recuerdo bailando con mi madre en las fiestas y en la cocina. Escogiendo garbanzos o lentejas.

En la manga del río, con la pozaleta de ropa.

En las tierras, entresacando remolacha. Sudando.

Y cantando. Con sus vestidos de florecitas y sus jabones olorosos.

Nos hacía picatostes en Semana Santa

La tía Eloina era el regazo de mi madre. Llenaba nuestra casa con sus visitas.

Hace años que se fue. Su cabeza dejó de dar vueltas. Lejos. La despedimos en su pueblo.

A orillas del Esla. Todo sucedió cerca del río.

Hablan las paredes



Detrás de esta pintada hay varias manos y deseos. Una noche de verano y un grupo de mujeres armadas con sprays y unas cuantas frases labradas en horas de discusiones y creatividad. Una experiencia compartida con Mujeres Creando, de Bolivia. Ocho años después, el mensaje permanece y se trasluce debajo de otras pintadas. La pared habla.

En sábado



Como todos los sábados, hizo su lista de la compra y salió de casa temprano. Recogió el periódico que Cristina, la quiosquera, le reservaba por el capricho del suplemento literario, y que hoy llevaba un regalo especial. Ni siquiera se paró a tomar un café con churros, como acostumbraba. Siguió su camino por las calles desgastadas por el tiempo y avivadas por el ajetreo del mercado. Se paró en el puesto de su hortelana de confianza, la señora Máxima. A ella le compraba lo que traía de su huerta, verduras de temporada, alguna frutilla en verano,  nueces en otoño y berzas y calabaza en invierno. De regalo, siempre se llevaba algún retazo de historia metido en su mochila. Le impresionó la de la niña del pueblo a la que bautizaron Libertad en el 34 y María en el 39. Su padre fue paseado y la madre tuvo que dejar el pueblo, acosada por los falangistas y por la pobreza. ¡Cosas de la vida!, suspiraba la mujer.  Al sábado siguiente le desveló que la mujer emigró a México, en un barco que zarpó de Francia. Y al siguiente pudo saber que María Libertad, así se llamaba ahora, regresó al pueblo de su madre un buen día con una cría de la mano que ahora era una de las pocas jóvenes que viven en el pueblo.  Adriana se acercaba al puesto impulsada, creía ella, por su gusto por las verduras naturales y recién cortadas. En realidad, se alimentaba tanto de la huerta como de la memoria de la señá Maxi. Esa mañana no se encontró con aquella cara surcada por las arrugas y embellecida por su sonrisa, no estaba allí. Su puesto lo ocupaba  una joven con un vestido estampado de flores, melena castaña y ojos negros.Ofrecía, además de las hortalizas de temporada, ramilletes de té del monte, albahaca y ciruelas claudias. “La señá Maxi, le dijo, se subió a la barca que nos lleva al otro lado de la vida”, dijo la joven con una naturalidad inquietante. Era Tania, seguro, pensó. Tan acostumbrada a lidiar con la desgracia, en la memoria y en la vida. A Adriana le resbalaron las lágrimas por la cara. Retorció el periódico con las manos y lamentó no haber publicado antes su artículo.