El hombre echó a andar al amanecer con una pequeña maleta en
la mano derecha. Sobre el hombro izquierdo colgaba un fardel en el que su madre
había guardado una hogaza de pan bregado, unas cebollas, una corra de chorizo y
un puñado de uvas pasas envueltas en papel de estraza. Son las últimas, le
dijo.
Los campos verdeaban bajo la tímida luz de la aurora. Los
trigos ya levantaban dos palmos y los pájaros empezaban a despertar con sus
cánticos de cortejo. De vez en cuando, el hombre se daba la vuelta y
contemplaba, cada vez más pequeño, el pueblo que le vio nacer con sus casas de
adobe y tapial. Más allá de la torre de la iglesia aún podía distinguir los
barcillares, con sus vides enfermas.
Sus pensamientos estaban en el horizonte del camino de hierro
que acababan de estrenar, con estación en el pueblo vecino de Castrolaes. Varias
veces había atisbado la estela de humo blanco de aquella chocolatera gigante
desde la noria, donde aún tuvo tiempo de trasplantar los pimientos de los
semilleros a los surcos labrados a conciencia. Su amigo Arsenio se había
ofrecido a cultivarlos y vender la cosecha.
Amaba la tierra, la que antes trabajó su padre y antes su
abuelo y su bisabuelo. Y quién sabe cuántas generaciones le precedieron en el
oficio de labrador. Pero la mala racha de los últimos tiempos, sobre todo aquella
maldita enfermedad que pudría las raíces de la vid y las destruía, le habían
decidido a emprender el viaje.
Entonces no sabía que iba a subirse al tren casi a la puerta
de casa. Había trabajado en las obras durante el tendido de las vías y transportando
ladrillos desde la cerámica de Villacé con los que se levantaron los edificios
de estación y esos pequeños casetos rematados con celosías que servían de
retrete y lampistería. Había ahorrado lo suficiente para marcharse. No quería
acabar de criado en cualquier casa de labranza, durmiendo en las cuadras con
los animales.
Corría el mes de mayo de 1915. Máximo Prado iba a probar
fortuna al otro lado del Atlántico. Fueron más fuertes las ganas de cambiar su
destino que las lágrimas suplicantes de Feli, su novia. Ya volvería él o le
mandaría el dinero suficiente para que marcharse ella. El barco zarpaba del
puerto de Vigo en un mes y medio. Había adquirido el pasaje en el despacho de
un prestamista de Alenca, corresponsal de la agencia de emigración, que se
ocupaba de todas las gestiones por una jugosa comisión.
Era su primer viaje en tren. La nueva línea de vía métrica
finalizaba su recorrido en Palanquinos, donde haría transbordo para subirse a
otro convoy con destino a León. Allí pararía un par de días para comprar algo
de ropa y víveres y continuaría el viaje hasta Vigo en uno de los expresos que
atraviesan la capital por la noche.
Todo esto lo llevaba apuntado en unas cuartillas, que
guardaba en su bolsillo junto al billete y el pasaporte. Sobre el papel había
trazado los recorridos y destinos con su esmerada caligrafía y unos dibujos de
trenes y barcos con los que señalaba los puntos más importantes del trayecto.
Había dedicado muchas tardes a planear el viaje.
El barco tenía prevista la llegada a La Habana a finales del
mes de julio después de veinte días de travesía. Allí tendría que subirse de
nuevo al tren para llegar hasta la provincia azucarera de Camagüey donde le
esperaba su primo hermano Manuel. A saber lo que le aguardaría en aquel buque.
A saber si llegaría, se preguntaba, cuando le sorprendió, ya en la estación, el
pitido frenético del convoy que había partido a las seis menos cuarto de la
mañana de Medina de Rioseco.
Miró el reloj y se puso en pie para ver llegar al pájaro
negro.
Para La Habana me voy,
madre
A comer plátanos ricos
Que los pobres de aquí