lunes, 1 de julio de 2019

Cuando murió Franco

Cuando murió Franco (en la cama) yo era una niña de diez años, casi once, y creía que en todos los países había un Franco o algo así. Nos dijeron que estábamos de luto y no tuvimos escuela durante varios días. Era como estar de vacaciones, con el fastidio de que, ahora que ya teníamos tele en casa, lo único que ponían en aquel cuadrado de cristal era el desfile de una multitud, acompañado de música militar...

Me daba un poco de yuyu ver a toda aquella gente lacrimosa y de negro, haciendo un saludo con el brazo que para mí no tenía ningún significado. Pero, sí, sabía que era una reverencia.

Afortunadamente, pertenezco a una generación o tuve la suerte de estar en escuelas donde nunca me obligaron a cantar el cara al sol ni a memorizar aquel manual sobre el Movimiento.
Creo recordar que aproveché aquellos días para jugar en la calle y leer algún ejemplar de Los Cinco, de Enid Blyton, colección a la que era muy aficionada y hacía despertar mi fantasía cada vez que conseguía un nuevo ejemplar de la serie en la biblioteca del colegio de monjas al que asistía por aquel tiempo. También tengo grabada la imagen de las nueces que se caían del inmenso árbol que estaba entre nuestra casa y la del vecino y que atropábamos con fruición.

En aquella época iba muchos días a llevar la comida a mi padre al campo, al Jano, a la Serna, a la Charca... a todos esos sitios por donde andaba con las ovejas. En el camino, con la cesta en la mano o en el sillín de la bici, me daba por pensar que había túneles bajo tierra que comunicaban la iglesia del pueblo con las bodegas y que en algún lugar, tal vez debajo de un castaño, había un tesoro.

De lo que no tenía ni idea era de lo que significaba la palabra democracia. Afortunadamente, mi adolescencia eclosionó con la famosa Transición. Viví aquellos años con una inmensa curiosidad y mucha ilusión. Más como espectadora que como activista de ningún frente, aunque me aprendiera las canciones de Jarcha o recitara de memoria los versos de Machado, de Blas de Otero y de otros poetas.
Han pasado los años... Y ahora las nuevas generaciones no tienen ya ni idea de quién fue aquel señor que yo solo recuerdo muerto en aquel ataúd. Aquel dictador que nos dejó en herencia un saldo de más de 140.000 personas enterradas en las cunetas y la desmemoria de una democracia que se ha cimentado sobre el olvido y el perdón sin condiciones.

La democracia tiene una asignatura pendiente con la memoria histórica y tiene que aprobarla.


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