miércoles, 26 de agosto de 2015

El viaje




El hombre echó a andar al amanecer con una pequeña maleta en la mano derecha. Sobre el hombro izquierdo colgaba un fardel en el que su madre había guardado una hogaza de pan bregado, unas cebollas, una corra de chorizo y un puñado de uvas pasas envueltas en papel de estraza. Son las últimas, le dijo.
Los campos verdeaban bajo la tímida luz de la aurora. Los trigos ya levantaban dos palmos y los pájaros empezaban a despertar con sus cánticos de cortejo. De vez en cuando, el hombre se daba la vuelta y contemplaba, cada vez más pequeño, el pueblo que le vio nacer con sus casas de adobe y tapial. Más allá de la torre de la iglesia aún podía distinguir los barcillares, con sus vides enfermas.
Sus pensamientos estaban en el horizonte del camino de hierro que acababan de estrenar, con estación en el pueblo vecino de Castrolaes. Varias veces había atisbado la estela de humo blanco de aquella chocolatera gigante desde la noria, donde aún tuvo tiempo de trasplantar los pimientos de los semilleros a los surcos labrados a conciencia. Su amigo Arsenio se había ofrecido a cultivarlos y vender la cosecha.
Amaba la tierra, la que antes trabajó su padre y antes su abuelo y su bisabuelo. Y quién sabe cuántas generaciones le precedieron en el oficio de labrador. Pero la mala racha de los últimos tiempos, sobre todo aquella maldita enfermedad que pudría las raíces de la vid y las destruía, le habían decidido a emprender el viaje.
Entonces no sabía que iba a subirse al tren casi a la puerta de casa. Había trabajado en las obras durante el tendido de las vías y transportando ladrillos desde la cerámica de Villacé con los que se levantaron los edificios de estación y esos pequeños casetos rematados con celosías que servían de retrete y lampistería. Había ahorrado lo suficiente para marcharse. No quería acabar de criado en cualquier casa de labranza, durmiendo en las cuadras con los animales.
Corría el mes de mayo de 1915. Máximo Prado iba a probar fortuna al otro lado del Atlántico. Fueron más fuertes las ganas de cambiar su destino que las lágrimas suplicantes de Feli, su novia. Ya volvería él o le mandaría el dinero suficiente para que marcharse ella. El barco zarpaba del puerto de Vigo en un mes y medio. Había adquirido el pasaje en el despacho de un prestamista de Alenca, corresponsal de la agencia de emigración, que se ocupaba de todas las gestiones por una jugosa comisión.
Era su primer viaje en tren. La nueva línea de vía métrica finalizaba su recorrido en Palanquinos, donde haría transbordo para subirse a otro convoy con destino a León. Allí pararía un par de días para comprar algo de ropa y víveres y continuaría el viaje hasta Vigo en uno de los expresos que atraviesan la capital por la noche.
Todo esto lo llevaba apuntado en unas cuartillas, que guardaba en su bolsillo junto al billete y el pasaporte. Sobre el papel había trazado los recorridos y destinos con su esmerada caligrafía y unos dibujos de trenes y barcos con los que señalaba los puntos más importantes del trayecto. Había dedicado muchas tardes a planear el viaje.
El barco tenía prevista la llegada a La Habana a finales del mes de julio después de veinte días de travesía. Allí tendría que subirse de nuevo al tren para llegar hasta la provincia azucarera de Camagüey donde le esperaba su primo hermano Manuel. A saber lo que le aguardaría en aquel buque. A saber si llegaría, se preguntaba, cuando le sorprendió, ya en la estación, el pitido frenético del convoy que había partido a las seis menos cuarto de la mañana de Medina de Rioseco.
Miró el reloj y se puso en pie para ver llegar al pájaro negro.
Para La Habana me voy, madre
A comer plátanos ricos
Que los pobres de aquí
Son esclavos de los ricos

2 comentarios:

  1. Ana, que placer leerte, gracias por estos relatos tan próximos.

    ResponderEliminar
  2. Ana, que placer leerte, gracias por estos relatos tan próximos.

    ResponderEliminar