sábado, 17 de agosto de 2013

Las mujeres y los días en La Cabrera



La idea de que las mujeres han estado recluidas en el hogar por los siglos de los siglos se hace trizas a poco que se escarbe en la memoria de los pueblos. Las imágenes recogidas a lo largo del siglo XX en La Cabrera lo certifican, como sucede en la serie de instantáneas que Puri Lozano y Miguel Sánchez tomaron de la realidad de esta comarca en los años 80, cuando ya era una tierra emigrada.


Mujer y trabajo se han confundido en una historia olvidada y marginada en los anales, pero que llevamos impresa en los genes, en las costumbres y en lo que queda de la tradición oral. En La Cabrera había tanta o más faena fuera que dentro de casa. Las mujeres iban de vecera desde niñas, y mataban el tiempo hilando en el monte junto al ganado; mientras cuidaban a la prole, sacaban un rato para jalear los botos de leche y hacer la mantequilla.


 Son esas sabias, como la gran Aurora de Losadilla, que manejaban el telar con la fuerza y la pericia necesarias e hincaban el arado en las bouzas empinadas con la energía masculina nunca castrada. 


Segar el pan, hacer bolortos, majar… Las mujeres siempre han tirado del carro de la vida, guiando con firmeza la yunta o vigilando y sujetando la siega, el pan de cada día, para no perderlo por el camino. Inventaron la supervivencia sin descuidar la belleza, como bien reflejan las mantas y paños que tejieron hasta hace pocas décadas en los telares y que hoy sólo habitan en museos o en habitaciones invadidas de telarañas.


Puede que el trabajo no las equiparara al hombre en derechos, pero marcó su carácter. He visto en La Cabrera a mujeres decididas, emprendedoras, mujeres de coraje y mujeres que emigraron detrás de los hombres para cumplir su proyecto de vida pese a ese refrán de La Baña que reza: “Moza bona y vaca bona, ñon sal de La Baña fora” y que alude, sin duda, a la endogamia característica de comunidades aisladas. 


No las movía un afán liberador, de emancipación femenina, sino un sentido práctico de la vida que las equiparó de facto a sus compañeros de fatigas y de alegrías. Las relaciones entre hombres y mujeres en La Cabrera están marcadas por ese codo con codo que exigía la economía de subsistencia y que hizo que hasta las primeras escuelas, por necesidad, fueran mixtas.


Pero las mujeres, no nos llamemos a engaño, tenían encomendados, además, el cuidado de la prole, la labor nutricia y el mantenimiento del hogar. 


Dora, de Forna. Foto: Nino Cabero Morán
La doble jornada de las mujeres, a la que todavía hoy se buscan fórmulas de conciliación, existe desde el principio de los tiempos y en La Cabrera, donde se congeló el reloj al menos un siglo, hay pruebas que lo atestiguan. Porque siendo una comarca olvidada para el progreso, siempre fue objeto de atención de gentes curiosas y estudiosas, desde el alemán Fritz Krügger en los años 20 a la leonesa Concha Casado en los 40 y el berciano Ramón Carnicer en los sesenta, que han dejado buenas pruebas en sus libros y fotografías.


Recorriendo los pueblos de La Cabrera descubrí hace unos años que las mujeres eran esos seres anónimos que han tejido la historia; esas sabias que no aparecen en los libros de texto y que son en gran parte responsables de la tradición oral que hoy conservamos en forma de cuentos, leyendas y canciones; esas inventoras de la solidaridad que hoy tiene su continuidad natural en las comunidades africanas y americanas en las que la mujer es el bastión de la supervivencia; esas maestras que, como doña Olimpia, de Encinedo, enseñaron las primeras letras a generaciones de cabreireses que han tenido una vida más próspera que la de sus antepasados; esas cocineras que, como Tránsito, de Ambasaguas, revolucionaron la pobre gastronomía heredada; esas lavanderas que descubrieron la salubridad de la higiene arrodilladas sobre una tabla en los arroyos; esa niña que Ramón Carnicer retrató descalza en los años 60 y hoy patea en coche las pueblos desde Truchas a Castrillo con la escasa correspondencia postal que aún llega a la comarca; esas abuelas, como Fidelia, de Marrubio, que ataron bolortos hasta los años 80 y esas mozas que garantizan la continuidad de una tradición tan masculina como las danzas de palos, en las que antaño hasta la Dama era un hombre.



Ana Gaitero Alonso

León, 27 de julio de 2010










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