sábado, 10 de agosto de 2013

De la viña al vino



Pregón XIV Feria Vitivinícola de Gordoncillo

Gordoncillensas, gordoncillenses, autoridades, amigos y amigas, visitantes, gentes del sur de León:

El vino y su cultura milenaria nos reúnen un año más en este ritual de agosto de la ya consolidada Feria Vitivinícola de Gordoncillo. Son ya catorce ediciones. Felicidades: Al pueblo y a las viñas;  a viticultores y a vuestra bodega. No os puedo nombrar uno a uno, una a una, porque sois mucha y buena gente la que está detrás de este gran proyecto de desarrollo rural sostenible.

Todas y todos sois protagonistas y responsables de este festín vitivínicola; como también lo son el Ayuntamiento de Gordoncillo y su alcalde y Corporación, que no escatiman esfuerzos para que todo salga a pedir de boca, la plaza se llene de buena uva y el personal se parta de risa con las acrobacias del humor del Festival Internacional de Payasos. Una hazaña cultural y estival que, dicho sea de paso, cumple once años. 

Mis parabienes también para las instituciones, entidades y empresas que colaboran en la decimocuarta Feria Vitivinícola de Gordoncillo: Diputación de León, Junta de Castilla y León, Gordonzello S.A. y la Asociación Musical Orquesta Ibérica. De algunas se puede decir que por una vez hacen lo que deben. 


Felicidades a Cruz Roja Española, cuya labor social y humanitaria, merece el reconocimiento con el cuarto premio Semilla que se otorga en esta feria.


Vengo a Gordoncillo con el encargo de trasegar la palabra. Es un honor. Espero que me salga un buen caldo. A la entrada he recibido el saludo, casi una bendición, de vuestra vendimiadora, enorme ella, como el espíritu de todas las mujeres a las que representa. Fuertes y generosas, anónimas y laboriosas. Sabias.

Al entrar en el pueblo me han abrazado también las cepas embellecidas con verdes pámpanos y ya cargadas. Pronto serán despojadas de sus preciados racimos. Pronto rodarán por las manos y dejarán caer en los cestos las perlas púrpuras y doradas. Pronto darán trabajo al otoño en las bodegas. Pronto su zumo fermentará en las cubas y degustaremos las delicias del triunfo. La roja o dorada gloria. 

Las viñas y el vino quieren manos todos los días. Año tras año, siglo tras siglo.

Es una historia antigua, casi remota, que empezó hace ocho mil años en Irán o tal vez en Armenia. Cuentan que aquí nos llegó de la mano de los romanos. En el vino reposa la memoria de nuestra civilización. Y en la barrica del tiempo se ha forjado esta cultura de la tierra, de ‘Los trabajos y los días’. 

De la viña al vino es un danzar de faenas y una coreografía de la paciencia y del amor, de los momentos oportunos y de la disciplina. Un trabajo minucioso aprendido de generación en generación y que la tecnología y los conocimientos científicos han mejorado.

Pero que sigue durando todo el año como muestra el calendario de San Isidoro, en los grabados de marzo y septiembre. En tiempo de primavera se ajustaban los cavadores para los trabajos en las viñas y en vendimias había faena para todo el mundo. Hasta se cerraban las escuelas.

Al fin, todo el esfuerzo empleado, desde la primera poda hasta la vendimia y la elaboración del vino, culmina en las celebraciones dionisíacas. Lagaradas y friegas con uvas de moratón y bailes mozos, antaño, y ahora esta feria de exaltación de la viticultura previa a la cosecha. 

El vino y la viña son una cultura cargada de memoria vivificante que alimenta y alienta su futuro desde el presente.

Mis primeros recuerdos del vino son muy lejanos pero están aún frescos en una bodega excavada durante ¡quién sabe cuántos inviernos!, mirando al Esla. En su pequeño lagar vi a mi padre pisar la uva, momento mágico, a un ritmo cadencioso y preciso después de voltear los cestos de mimbre cargados de racimos. Recuerdo también las manos enfroscadas alzando los cestos y serillos al carro en algún barcillar, hoy inexistente, en aquellas  tardes doradas de otoño. 

Inolvidable es el sabor de las uvas recién arrancadas de la viña y  la imagen de los racimos tendidos en el suelo que se guardaban para el largo invierno y se conservaban en el ‘doble’ o desván de la casa, sobre papeles que pudieran ser de periódico. Glorioso era el momento de abrir la espita de la cuba y ver cómo brotaba el vino que parecía dormido en su interior de roble. 

Yo no aguantaba mucho dentro. No por el frío, sino por el fuerte olor que desprendía. Como si fuera ajeno a la fragancia de la infancia. Se mojaba el pan con vino y se acompañaba de escabeche y cebolla. Eran manjares de mayores. Normalmente no participábamos de aquellas meriendas. Si acaso, nos daban uvas con queso, que saben a beso.

Las bodegas familiares transformaron el paisaje en un trato respetuoso de la humanidad con la naturaleza que, dicho sea de paso, en muy pocos sitios han sabido conservar. Y sus ventanos eran un lugar peligroso y por tanto prohibido al que, de vez en cuando, nos asomábamos para probar el riesgo. De sus costados arañábamos en invierno el musgo para preparar el Nacimiento.

Los barcillares, que aquí llamáis majuelos, ocupaban una gran extensión de tierras de secano al sureste de mi pueblo, Villaornate. Conozco a una mujer que trajo con ella la viña heredada aguas abajo del Esla. Naturalmente no arrancó las cepas ni las cargó en una burra, aunque lo hubiera hecho si hubiera sido posible tamaña empresa.

Vendió la viña que le tocó de hijuela y compró otra en el que se convertiría en su pueblo después de casarse. Conocí a otra mujer que faenó en todas las labores del campo y de la casa. Nunca se casó. Trabajó para toda la familia y ganó muchos jornales como vendimiadora en los pagos del Prieto Picudo. 

Tal era el apego que había a la tierra, el valor que se le daba a la viña y el movimiento de gente en torno al vino hasta mediados del siglo XX.

De Irán a Chile, del neolítico al siglo XXI, de Roma a Hispania, el vino y las viñas traspasaron las fronteras y sobrevivieron a los malos tiempos. El vino ha sido colonizador de nuevas tierras y ambrosía de imperios. Moneda de cambio en la economía de subsistencia y carga de arrieros. Producto de intercambio entre la montaña y la meseta.
El transporte del vino está en el origen de empresas como la de Segundo Vivas, de Villamañán, que puso la primera diligencia entre León y Benavente a finales del siglo XIX. 

En el nombre de Gordoncillo reverberan los ecos de la repoblación por gentes de la montaña, de Gordón, en la Edad Media. Y por sus tierras atraviesa el Camino Real de Gijón a Toro, los cordeles de ovejas y derivaciones del Camino de Santiago y de la Vía de la Plata como hilillos de bulliciosa vida. 

El vino fue asunto principal de cartas comerciales entre Asturias y el sur de León como esta que Francisco Martín Noval, de Mieres, escribe a Samuel Muñoz, comerciante fresnerino, en 1907: “Ya sabe la muestra de vino que me ha mandado y el precio convenido. Suplícole pues que el vino que envase sea todo igual y bien puro. La barrica es para el consumo de esta su casa así que si lo hay de calidad superior aunque cueste unos pocos reales más puede adquirirlo y llenarla”. 

La estación de Palanquinos se convirtió en el muelle de flete de estas mercancías en la época esplendorosa del ferrocarril, dejando atrás las reatas de mulas que hacían el incierto y peligroso viaje por el puerto Pajares.

El vino y las viñas han generado flujos migratorios de aquí a allá y de allí a acá. Cuando las viñas enfermaron las gentes tuvieron que marchar allende los mares. Las plagas de filoxera tuvieron mucho que ver con la aventura americana que emprendieron no pocos habitantes a finales del siglo XIX.

La segunda ola migratoria del siglo XX, del campo a las ciudades, se llevó muchos viñedos por delante en estas tierras. Fueron arrancadas de cuajo, esta vez sí, escepadas, para dar terreno a cultivos más rentables o dejar asiento a alguna urbanización de chalets para solaz de veraneantes. 

Una de esas hermosas viñas rastreras perduró hasta hace pocos años en la carretera de Valencia a Gordoncillo, como una pieza de museo que la naturaleza y alguna buena mano conservan primorosamente. Hoy no la he visto al pasar. 

En las dos últimas décadas asistimos a un nuevo período de modernización y expansión de las viñas con el auge de las denominaciones de origen y la consecución de la que lleva el marchamo Tierra de León. La distintiva uva de Prieto Picudo con su aguja. Gordonzello es un ejemplo excepcional  porque es fruto de la unión de un pueblo bajo una moderna fórmula empresarial. 

La cultura del vino revive y las viñas son el eje del sostenimiento demográfico en el sur de León. En los últimos años se ha precisado de manos extranjeras, inmigrantes del siglo XXI, para completar el ciclo productivo.

Ana Gaitero y Urbano Seco. Foto: Armando Medina
Ahora se exporta el vino y dicen los expertos que el mercado exterior para nuestros caldos seguirá en aumento de aquí al 2020. Sin olvidar nunca al mercado interior, incluido el asturiano, que hay que reconquistar, como decía Pablo San José, elegido estos días presidente de la Denominación Origen Tierra de León.

La viña y el vino son mucho más que productos y mercancías. Es la cultura de los trabajos y los días, de los placeres y la vida, y su poso es lección indispensable para nuestro tiempo. 

Un trago que hemos de beber, con tino y si es necesario con desatino, en estos momentos en los que nos quieren hacer comulgar con ruedas de molino y prefieren que bebamos del vino de la ignorancia para que así adormezcamos la conciencia y demos tumbos a la capacidad de decisión sobre nuestras vidas y sobre nuestros pueblos.

No nos dejemos engañar por esos intrusos que se hacen pasar por payasos y no tienen ni pizca de gracia. Los que nos abochornan por el tubo catódico y a quienes un día u otro tendremos que hacer saltar al vacío, sin colchoneta, o nos atontarán del todo. 

Perdón por este arrebato de mala uva.

Por suerte el Festival Internacional de Payasos que cada año se celebra en Gordoncillo, unido a su feria Vitivinícola, nos devuelve la imagen auténtica de un oficio sagrado, como todos los que se hacen con talento y honestamente. Grandes son los payasos de verdad; como cueros de vino, diría Sancho.

Vino y humor son viña y amor. Tinta y poesía. Alegría y sudor.
Una viña es toda una vida y muchas generaciones más. Una bodega, el templo del vino. 

La viña es tierra y el vino su cielo. Cojamos una copa y miremos sus destellos, fugaces estrellas en el firmamento en la noche de San Lorenzo. Pensemos un deseo y bebamos su jugo.  

¡Feliz y próspera cosecha!


Con este brindis y con unos versos de Pablo Neruda, os deseo una próspera cosecha en las viñas y en vuestra vida. No olvidemos que podrán robar todas las flores, pero no nos podrán arrancar la primavera. 


ODA AL VINO (Pablo Neruda)
 
VINO color de día,
vino color de noche,
vino con pies de púrpura
o sangre de topacio,
vino,
estrellado hijo
de la tierra,
vino, liso
como una espada de oro,
suave
como un desordenado terciopelo,
vino encaracolado
y suspendido,
amoroso,
marino,
nunca has cabido en una copa,
en un canto, en un hombre,
coral, gregario eres,
y cuando menos, mutuo.
A veces
te nutres de recuerdos
mortales,
en tu ola
vamos de tumba en tumba,
picapedrero de sepulcro helado,
y lloramos
lágrimas transitorias,
pero
tu hermoso
traje de primavera
es diferente,
el corazón sube a las ramas,
el viento mueve el día,
nada queda
dentro de tu alma inmóvil.
El vino
mueve la primavera,
crece como una planta la alegría,
caen muros,
peñascos,
se cierran los abismos,
nace el canto.
Oh tú, jarra de vino, en el desierto
con la sabrosa que amo,
dijo el viejo poeta.
Que el cántaro de vino
al beso del amor sume su beso.

Amor mio, de pronto
tu cadera
es la curva colmada
de la copa,
tu pecho es el racimo,
la luz del alcohol tu cabellera,
las uvas tus pezones,
tu ombligo sello puro
estampado en tu vientre de vasija,
y tu amor la cascada
de vino inextinguible,
la claridad que cae en mis sentidos,
el esplendor terrestre de la vida.

Pero no sólo amor,
beso quemante
o corazón quemado
eres, vino de vida,
sino
amistad de los seres, transparencia,
coro de disciplina,
abundancia de flores.
Amo sobre una mesa,
cuando se habla,
la luz de una botella
de inteligente vino.
Que lo beban,
que recuerden en cada
gota de oro
o copa de topacio
o cuchara de púrpura
que trabajó el otoño
hasta llenar de vino las vasijas
y aprenda el hombre oscuro,
en el ceremonial de su negocio,
a recordar la tierra y sus deberes,
a propagar el cántico del fruto.


 



Ana Gaitero Alonso
Gordoncillo, 9 de agosto de 2013





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