Pasaba a diario por delante de aquella casa. Un
edificio de ladrillo rojo, apagado por la contaminación de los tubos de escape, con ventanas blancas, también ennegrecidas por el humo. Sus ojos se detenían sobre el segundo piso
del número 69. Si era de noche y había luz se
imaginaba a la madre de Silke cocinando leche frita o hirviendo agua para hacer té. Si
era de día y había alguien en el piso, estaría levantada la ventana del dormitorio.
Se acordaba de Silke al final del verano y a comienzos del otoño
porque celebraba su cumpleaños. O quizá ya no. Nada sabía de Silke. Un día cualquiera decidió parar su vehículo, lo estacionó y llamó a la puerta.
No salió la anciana de pelo blanco que esperaba. Era ella, Silke. Con su pelo
largo, castaño claro y sus ojos achinados. ¿Tú? Sí, yo. Fue el primer encuentro
de un amor pospuesto.
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