Partera a los once años, minera a los 16, agricultora, ama
de casa, portera, limpiadora, nana y, ya anciana, cuidadora y enfermera de su
marido. ¿Quién da más?
Rosario Fernández sería una mujer anónima de no ser por
haberse convertido, a los 82 años, en la única vecina de una aldea perdida en
los Ancares leoneses.
Cuando Rosario asistió a su madre al dar a luz al más
pequeño de la familia, en plena faena labriega, el país estaba en guerra.
Cuando trabajó de frenista en las minas, muchas mujeres de las cuencas mineras
lo hicieron, la posguerra pasaba factura a las pérdidas humanas de la contienda,
sobre todo de hombres muertos en el frente, exiliados o encarcelados, y la mano
de obra femenina no tuvo trabas para entrar al tajo.
Se casó con 17 años, como muchas otras de su tiempo, y el
campo, la casa y el marido se convirtieron en su mundo. Apenas fue a la
escuela. Le molestaba leer. En Francia, a donde emigró con casi 40 años, le
descubrieron un problema de visión.
La historia de Rosario me conmovió desde el principio. Y me
dejó atónita cuando desveló que fue ella quien tomó la iniciativa de salir de
su pueblo, Penoselo, y marchar en busca de trabajo a Lyon, la segunda capital
francesa.
La mujer estaba sometida, comprendí, pero no era sumisa.
Para irse tuvo que convencer al esposo porque no había forma de obtener el
pasaporte sin permiso marital. ¿Quién dijo que vivíamos mejor…?
De una aldea de montaña a una ciudad industrial. Vaya salto.
Y sin vértigo. Recordemos que en aquellos tiempos el principal medio de
comunicación era el boca a boca. Parientes y vecinos se “llamaban” para hacer
el viaje. Y bajaban como podían a Ponferrada, a Bembibre o a León para coger el
expreso en dirección a Irún, Barcelona o Madrid.
Fue entonces cuando los pueblos leoneses empezaron a
vaciarse: más de doce millones de personas cambiaron de municipio en los años
60, dicen los expertos. No se había conocido un trasiego semejante de gentes de
aquí para allá. La burbuja empezó a inflarse por aquel entonces. El campo
empezó a ser denostado, la ciudad encumbrada.
A los chicos y a las chicas les censuraba expresiones populares o el
lenguaje de toda la vida: “Se dice mover la mesa, no trequiñar…”, corregía la
maestra en un intento de “despaletizar” a las nuevas generaciones.
En los alrededores de ciudades como Barcelona se levantaron
barriadas de chabolas para albergar a las masas labriegas que iban a
convertirse en la mano de obra de los cinturones industriales. Poco se ha
sabido de esta cara de la emigración hasta tiempo muy reciente: el documental “Barracas”,
del periodista Alonso Carnicer McDermott (hijo del escritor villafranquino
Alonso Carnicer) y la periodista Sara Grimau ha puesto luz sobre este capítulo
olvidado.
Comenzó una era de desprecio a lo rural. Un mundo forjado
por una cultura milenaria se resquebrajaba o se inundaba en pos de un espejismo
llamado progreso. Con razón es la época bautizada como “desarrollismo”. No es lo mismo que desarrollo, que evolución,
que progreso…
La trayectoria vital de Rosario, esa heroína de la
despoblación leonesa, es un paradigma de su tiempo. Pura historia. Porque hay
que urgar en las vidas anónimas para comprender la verdadera historia de un
pueblo, de una ciudad, de un país y hasta del mundo.
La vida de Rosario es también espejo de muchas mujeres de su
generación. Y reflejo, ahora, de una peripecia humana y un perfil de mujer no
sujeto a los estereotipos que generalizan y mutilan la realidad. Es un libro
abierto sobre la verdad de un tiempo.
Ella, que quiso dejar el pueblo para ver otros horizontes,
ahora es una resistente en medio del abandono del mundo rural. De esos pueblos
que en invierno parecen habitados por fantasmas y recobran algo de vida con la
llegada del buen tiempo y los días largos.
Dicen los expertos que es un proceso irreversible. Pero
ahora que las nuevas tecnologías nos conectan desde cualquier punto del
planeta, ahora que entramos en la era del conocimiento y la creatividad, la
dicotomía rural-urbano empieza a perder sentido. Porque las megaciudades y la
vida sin comunidad nos hacen perder el sentido.
Por eso tenemos mucho que aprender de las personas que aún
construyeron y vivieron en un mundo más asociativo y menos dependiente; más
austero y menos consumista; y tan local como global.
Ya lo dijo el maestro Miguel Torga: “Lo local es lo universal sin fronteras”. O sin complejos.
Ana Gaitero Alonso,
periodista. Texto escrito el 29-XI-2010. Reflexión a partir del reportaje http://www.diariodeleon.es/noticias/revista/rosario-apaga-luz-de-penoselo_565063.html
me quedo con la siguiente idea...Porque hay que urgar en las vidas anónimas para comprender la verdadera historia de un pueblo, de una ciudad, de un país y hasta del mundo.
ResponderEliminarVaya fortaleza para caminar a contracorriente...