miércoles, 24 de julio de 2013

El mundo de Rosario



Partera a los once años, minera a los 16, agricultora, ama de casa, portera, limpiadora, nana y, ya anciana, cuidadora y enfermera de su marido. ¿Quién da más?
Rosario Fernández sería una mujer anónima de no ser por haberse convertido, a los 82 años, en la única vecina de una aldea perdida en los Ancares leoneses.
Cuando Rosario asistió a su madre al dar a luz al más pequeño de la familia, en plena faena labriega, el país estaba en guerra. Cuando trabajó de frenista en las minas, muchas mujeres de las cuencas mineras lo hicieron, la posguerra pasaba factura a las pérdidas humanas de la contienda, sobre todo de hombres muertos en el frente, exiliados o encarcelados, y la mano de obra femenina no tuvo trabas para entrar al tajo.
Se casó con 17 años, como muchas otras de su tiempo, y el campo, la casa y el marido se convirtieron en su mundo. Apenas fue a la escuela. Le molestaba leer. En Francia, a donde emigró con casi 40 años, le descubrieron un problema de visión.
La historia de Rosario me conmovió desde el principio. Y me dejó atónita cuando desveló que fue ella quien tomó la iniciativa de salir de su pueblo, Penoselo, y marchar en busca de trabajo a Lyon, la segunda capital francesa.

La mujer estaba sometida, comprendí, pero no era sumisa. Para irse tuvo que convencer al esposo porque no había forma de obtener el pasaporte sin permiso marital. ¿Quién dijo que vivíamos mejor…?
De una aldea de montaña a una ciudad industrial. Vaya salto. Y sin vértigo. Recordemos que en aquellos tiempos el principal medio de comunicación era el boca a boca. Parientes y vecinos se “llamaban” para hacer el viaje. Y bajaban como podían a Ponferrada, a Bembibre o a León para coger el expreso en dirección a Irún, Barcelona o Madrid.
Fue entonces cuando los pueblos leoneses empezaron a vaciarse: más de doce millones de personas cambiaron de municipio en los años 60, dicen los expertos. No se había conocido un trasiego semejante de gentes de aquí para allá. La burbuja empezó a inflarse por aquel entonces. El campo empezó a ser denostado, la ciudad encumbrada.  A los chicos y a las chicas les censuraba expresiones populares o el lenguaje de toda la vida: “Se dice mover la mesa, no trequiñar…”, corregía la maestra en un intento de “despaletizar” a las nuevas generaciones.
En los alrededores de ciudades como Barcelona se levantaron barriadas de chabolas para albergar a las masas labriegas que iban a convertirse en la mano de obra de los cinturones industriales. Poco se ha sabido de esta cara de la emigración hasta tiempo muy reciente: el documental “Barracas”, del periodista Alonso Carnicer McDermott (hijo del escritor villafranquino Alonso Carnicer) y la periodista Sara Grimau ha puesto luz sobre este capítulo olvidado.
Comenzó una era de desprecio a lo rural. Un mundo forjado por una cultura milenaria se resquebrajaba o se inundaba en pos de un espejismo llamado progreso. Con razón es la época bautizada como “desarrollismo”.  No es lo mismo que desarrollo, que evolución, que progreso…
La trayectoria vital de Rosario, esa heroína de la despoblación leonesa, es un paradigma de su tiempo. Pura historia. Porque hay que urgar en las vidas anónimas para comprender la verdadera historia de un pueblo, de una ciudad, de un país y hasta del mundo.
La vida de Rosario es también espejo de muchas mujeres de su generación. Y reflejo, ahora, de una peripecia humana y un perfil de mujer no sujeto a los estereotipos que generalizan y mutilan la realidad. Es un libro abierto sobre la verdad de un tiempo.
Ella, que quiso dejar el pueblo para ver otros horizontes, ahora es una resistente en medio del abandono del mundo rural. De esos pueblos que en invierno parecen habitados por fantasmas y recobran algo de vida con la llegada del buen tiempo y los días largos.
Dicen los expertos que es un proceso irreversible. Pero ahora que las nuevas tecnologías nos conectan desde cualquier punto del planeta, ahora que entramos en la era del conocimiento y la creatividad, la dicotomía rural-urbano empieza a perder sentido. Porque las megaciudades y la vida sin comunidad nos hacen perder el sentido.
Por eso tenemos mucho que aprender de las personas que aún construyeron y vivieron en un mundo más asociativo y menos dependiente; más austero y menos consumista; y tan local como global.
Ya lo dijo el maestro Miguel Torga: “Lo local es lo universal sin fronteras”. O sin complejos.

Ana Gaitero Alonso, periodista. Texto escrito el 29-XI-2010. Reflexión a partir del reportaje http://www.diariodeleon.es/noticias/revista/rosario-apaga-luz-de-penoselo_565063.html


1 comentario:

  1. me quedo con la siguiente idea...Porque hay que urgar en las vidas anónimas para comprender la verdadera historia de un pueblo, de una ciudad, de un país y hasta del mundo.
    Vaya fortaleza para caminar a contracorriente...

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